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viernes, 26 de octubre de 2007

Otoño


Otoño. Hojas secas y sonrisas cómplices.

Recorro la avenida de la facultad, aún impregnada del olor dulzón y cafetero que emana de la cantina. Apenas hay gente por la calle. Quizá sea pronto todavía; no pasan las diez y cuarto de la mañana.

El camino está lleno de hojas secas, caídas ya de los altos álamos que bordean la avenida. Crujen bajo mis pasos, se esparcen por la acera rompiéndose en mil pedazos. Pura alegría infantil. Es un placer secreto que sólo puedo satisfacer en otoño… pisar hojas secas, revolverlas, sentir el suave y agradable crujido y volver a ser una niña. Me pregunto cómo estarán las aceras de Pérez Galdós, o la reserva del Saja. Seguramente preciosas, llenas de árboles amarillentos y viejos, de hojas y de agua de rocío. Qué pena no poder verlo. El Saja es un espectáculo diferente cada año, una maravilla de la naturaleza que no mucha gente conoce. Pierdo la cuenta de las veces que he estado allí. Con el colegio, con mis padres, mis abuelos… la última vez fue hará cosa de dos o tres años, y acabé sentada en mitad del río. Siempre sucede algo distinto. Los árboles son los mismos, pero nunca lo parecen. O parecen los mismos. Nunca lo son.

El otoño en Valladolid es diferente. Hoy es el primer día que lo noto en el ambiente. Hace ya frío por las mañanas, aunque ahora, mientras escribo, el sol me saluda y vierte una agradable sensación de calor sobre el escritorio y la habitación. De vez en cuando se esconde avergonzado.

Hoy ha sido el primer día que he notado hojas en las calles, a pesar de que los árboles de la orilla del Pisuerga llevan amarilleando desde septiembre. La verdad es que me encanta cruzar el río. Hay veces que noto una presión y una angustia en el pecho, me acuerdo de mi bahía y suspiro por ver la mar de nuevo. Sin embargo, este río tiene un encanto difícil de describir. Lo veo por las mañanas desde el autobús, aureolado por el nacimiento de un nuevo día, el cielo rojo y azul; lo veo por la tarde, quieto y susurrante; por la noche refleja vidas en su espejo de nácar gris, las luces doblándose en sus aguas.

Aún no he ido al Campo Grande, pero sin duda lo haré pronto, ahora que siento que por fin ha empezado el otoño. Allí también habrá hojas, y niños, y sueños. También estarán las ardillas, como acostumbran en esta época a salir al paso y a mirar con esos ojillos castaños e inteligentes, y también estará el lago, supongo que en el mismo sitio donde siempre ha estado. El lago que tantos recuerdos de infancia me trae, esos paseos en barca con Popeye, como yo llamaba al barquero, con la cascadita del fondo, la casita de los patos y los cuentos que Popeye nos recreaba con muñecas en el lago, que nunca eran los mismos. Y la bruja del lago, por supuesto, la que quería raptar a la princesa que vivía en un palacio debajo de las aguas del estanque.

Otoño en Valladolid. El primero. Uno más. Nunca uno más.

1 imaginan conmigo:

Unknown dijo...

La próxima vez yo que soy de Madrid iré al rescate que Madrid no es tan malo mujer... La calle es Santa maría de la cabeza y parte desde la Glorieta de Carlos V en Atocha... un beso me encantó pasar aquí desde el blog de Carlota

1beso estás invitada a mi planeta.
N-a-s-a