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martes, 30 de octubre de 2007

Antología de la desgracia

Como es de todos bien sabido, las desgracias nunca vienen solas, y acompañadas por la suerte del enano, ese que fue a mear y se meó la mano, el resultado es una explosión de desgracias mutantes.

En fin. Ahora escribo mucho más calmada, después de que la tormenta gorda haya pasado, aunque persisten los chubascos de carácter orográfico.

Tras el flash meteorológico, y en emisión matinal, les ofreceremos la antología de desgracias.
Todo comenzó con un autobús. Si yo ya lo pensé cuando arrancó, y el alemán de detrás tuvo la amabilidad y la caballerosidad verbalizarlo por mí. Vamos, que le llamó gilipollas al conductor nada más salir. Es que no era para menos. Si no fuera porque si me muero en algo pagado con mi tarjeta les dan una millonada a mis padres, le hubiera pegado, pero total, a quién le importa.

Bueno, vale, vamos al hecho, que ya me aburro. La cosa es que se me perdió, barra me robaron la cartera, con todo lo que había dentro. Sigo convencida de que se me cayó y no me la robaron en la Gran Vía, pero vamos, que el saberlo no va a hacer que la cartera vuelva. Tragedia número uno.

Tragedia número dos. El domingo, tras pasarme toda la noche, o buena parte de ella, llorando no por la pérdida material de la cartera, sino por el sentimiento que me carcomía, llego a la Estación Sur de Madrid a las cinco y veinticinco de la tarde, con mi flamante billete de vuelta a Valladolid, fecha abierta, y dispuesta a coger el coche de las cinco y media, cuando me dicen que no hay asientos libres hasta las nueve y media.

Tragedia número tres. ¿Qué narices hago yo en la Estación de Autobuses de Madrid durante cuatro horas?

Tragedia número cuatro. Oh, Dios, voy a morir.

Tragedia número cinco. Quiero llamar a Pepita y Pascualita, avisarlas de que me he quedado tirada. Mierda. No tengo saldo, y encima va y se me apaga el móvil. Sin blanca y sin batería. Cojonudo.

Pasadas tres horas, me da el bajón morriñoso y sentimental y llamo a mi madre desde una cabina resguardada, en un sitio donde es imposible no encontrarte con alguien hasta en la esquina más desamparada. En fin, es Madrid. A todo esto, lloro hasta inundar toda la Estación, que queda al más puro estilo Atlántida. Quiero irme a casa.

Cuatro horas después, con aspecto de indigente y de niña abandonada a su suerte, cojo el bus para Pucela City y llego con un dolor horrible de cabeza a las doce de la noche. Ni un alma. Pregunto en una cafetería por la parada del 6, me indican y no consigo encontrar nada después de mil vueltas. Total, que cojo un taxi y, cinco euros diez céntimos y un cuarto de hora después, llego a casa, tranco, me tiro en el sofá y me quedo allí llorando como una pazguata.

Ya no sé por qué número de tragedia voy; en todo caso, la tragedia original, la que pone punto y final y guinda con nata a todo esto es la mordedura de lengua acaecida en el Telepizza de Santa María Cabeza, o algo así. Que conste que la mordí en condiciones. De hecho, pude oír el trisquido con claridad, antes de que comenzara a sangrar y se me hinchara, impidiéndome pronunciar y comer. Qué triste, dios mío.

Se aceptan condolencias y pésames.

viernes, 26 de octubre de 2007

Otoño


Otoño. Hojas secas y sonrisas cómplices.

Recorro la avenida de la facultad, aún impregnada del olor dulzón y cafetero que emana de la cantina. Apenas hay gente por la calle. Quizá sea pronto todavía; no pasan las diez y cuarto de la mañana.

El camino está lleno de hojas secas, caídas ya de los altos álamos que bordean la avenida. Crujen bajo mis pasos, se esparcen por la acera rompiéndose en mil pedazos. Pura alegría infantil. Es un placer secreto que sólo puedo satisfacer en otoño… pisar hojas secas, revolverlas, sentir el suave y agradable crujido y volver a ser una niña. Me pregunto cómo estarán las aceras de Pérez Galdós, o la reserva del Saja. Seguramente preciosas, llenas de árboles amarillentos y viejos, de hojas y de agua de rocío. Qué pena no poder verlo. El Saja es un espectáculo diferente cada año, una maravilla de la naturaleza que no mucha gente conoce. Pierdo la cuenta de las veces que he estado allí. Con el colegio, con mis padres, mis abuelos… la última vez fue hará cosa de dos o tres años, y acabé sentada en mitad del río. Siempre sucede algo distinto. Los árboles son los mismos, pero nunca lo parecen. O parecen los mismos. Nunca lo son.

El otoño en Valladolid es diferente. Hoy es el primer día que lo noto en el ambiente. Hace ya frío por las mañanas, aunque ahora, mientras escribo, el sol me saluda y vierte una agradable sensación de calor sobre el escritorio y la habitación. De vez en cuando se esconde avergonzado.

Hoy ha sido el primer día que he notado hojas en las calles, a pesar de que los árboles de la orilla del Pisuerga llevan amarilleando desde septiembre. La verdad es que me encanta cruzar el río. Hay veces que noto una presión y una angustia en el pecho, me acuerdo de mi bahía y suspiro por ver la mar de nuevo. Sin embargo, este río tiene un encanto difícil de describir. Lo veo por las mañanas desde el autobús, aureolado por el nacimiento de un nuevo día, el cielo rojo y azul; lo veo por la tarde, quieto y susurrante; por la noche refleja vidas en su espejo de nácar gris, las luces doblándose en sus aguas.

Aún no he ido al Campo Grande, pero sin duda lo haré pronto, ahora que siento que por fin ha empezado el otoño. Allí también habrá hojas, y niños, y sueños. También estarán las ardillas, como acostumbran en esta época a salir al paso y a mirar con esos ojillos castaños e inteligentes, y también estará el lago, supongo que en el mismo sitio donde siempre ha estado. El lago que tantos recuerdos de infancia me trae, esos paseos en barca con Popeye, como yo llamaba al barquero, con la cascadita del fondo, la casita de los patos y los cuentos que Popeye nos recreaba con muñecas en el lago, que nunca eran los mismos. Y la bruja del lago, por supuesto, la que quería raptar a la princesa que vivía en un palacio debajo de las aguas del estanque.

Otoño en Valladolid. El primero. Uno más. Nunca uno más.

viernes, 19 de octubre de 2007

Home, sweet home

¡Por fin estoy en casa!

Resulta extraño haber vuelto. Miro y miro por la ventana, y los edificios que tanto echo de menos siguen ahí. El balcón sigue estando a cinco pisos de altura, la bahía sigue teniendo agua y hace el nordestillo de costumbre en esta época. Todo está igual, y se me hace raro. Bueno, todo menos las alfombras del pasillo, que son nuevas (xD).

Veo mi habitación, MI habitación. ¿No serán alucinaciones?