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viernes, 4 de enero de 2008

Melancolía, incomunicación y esperanza


Aquella tarde todo era gris. Los árboles, el parque, el cielo. Todo lo que alcanzaba a ver desde su ventana. Todo su mundo.

La abuela dormía, la tía se había encerrado en su cuarto y los hermanos pequeños jugaban en la salita de abajo. Ella había subido quedamente hasta su cuarto, en la última planta de la casa, una estancia de pequeñas proporciones con techos bajos. Había entrado, se había descalzado y se había encaramado al alféizar de la ventana, su ventana.

No había venido a buscarla, a pesar de que lo había prometido.

Llovía, y podía oír las gotas de agua chocando contra las tejas del techo de su cuarto, un singular concierto de pentagramas grises de agua. En el parque, los pájaros se habían guarecido bajo las hojas del enorme abeto que presidía la plaza de la fuente. La fuente desbordaba de agua, de agua gris. Los bancos azules también se habían tornado grises, y la estatua de la fuente, sin embargo, parecía tener un color indefinido desde su ventana. Una pareja pasó corriendo bajo un paraguas demasiado pequeño, saltando los charcos que se habían formado en el suelo y riendo entre salto y salto.

Ella oyó sus risas desde arriba. Apoyó la mano en el cristal y sintió frío. Llovía y llovía sin parar.

El viento del noreste sacudía el gran abeto donde los pájaros esperaban que la tormenta pasara, y sus hojas como agujas se mecían de un lado a otro.

Aquella ventana era su único contacto con el exterior. Desde la muerte de la madre, no se le había permitido salir de casa. Por la abuela, por la tía y por los hermanos pequeños. El padre regresaba siempre tarde a casa, sin que nadie supiera nunca adónde iba. Se iba antes del amanecer y volvía después de anochecer, cuando todos dormían. Dejaba la comida encima de la mesa de la cocina y desaparecía en su cuarto, al final del pasillo. Nunca se le oía. Ella le veía llegar a veces desde su ventana. Le veía sentarse en uno de los bancos del parque horas y horas, y luego entraba, cuando estaba seguro de que todos dormían.

Los hermanos eran demasiado pequeños y preguntaban continuamente por la madre. Ella les decía que estaba en el cielo, pero eso nunca bastaba para dos niños a los que el cielo les había arrebatado a su madre.

La tía y la abuela nunca decían nada. Se sentaban junto a la lumbre y dejaban pasar días enteros, con sus mañanas y sus tardes. Sin hablar.

Desde que la madre había muerto, no se escuchaba un solo ruido en la casa. Ni una risa, ni un susurro, ni un sollozo a media voz. Únicamente la abuela lloraba por su hija muerta. Ella la oía llorar desde su cama por las noches, cuando creía que nadie la escuchaba. A veces bajaba hasta su cuarto y se quedaba en la puerta, con una mano sobre el marco y la otra sobre la falda, sin saber si entrar o quedarse fuera. Le hubiera gustado poder abrazar a la abuela, poder decirle que no pasaba nada por llorar, que la quería. Pero nunca se atrevía, siempre se quedaba en la puerta, con una mano en el marco y la otra sobre la falda.

Pero le había prometido que vendría.

Pegó su cara a la ventana y el aliento empañó los cristales grises, salpicados de agua por fuera. No había nadie en el parque. La niebla comenzaba a extenderse por las montañas que había frente a la casa, y el cielo cada vez se volvía más y más oscuro y lleno de nubarrones.

Pensaba en nada y en todo a la vez. En la madre, en la lluvia, en los sueños rotos, en la adolescencia truncada. Casi no sabía lo que era hablar, había pasado tanto tiempo en silencio que ya todo parecía irreal, incluso aquella ventana, aquel parque, aquel abeto y aquella fuente se le antojaban productos de su imaginación.
Nunca iba a venir.


La puerta se abrió. El hermano pequeño apareció por el resquicio inferior. Ella lo miró. Tenía la cara llorosa, sucia de lagrimones, los ojos enrojecidos por las noches en vela escuchando a la abuela sollozar y viendo a hermana en la puerta con una mano sobre el marco y otra sobre la falda, sin atreverse a entrar. Bajó del alféizar y se calzó las botas sentada en la cama, muy despacio y sin dejar de mirar al hermano pequeño. Él entró poco a poco. Se acercó a la cama y se sentó junto a ella, cerca para sentir el calor que su cuerpo desprendía. Ella lo abrazó y le secó los lagrimones, le llenó el rostro de besos y y lo cogió en su regazo. Se pasaron la tarde llorando juntos, allí sentados en la cama. La abuela y la hermanita pequeña subieron y se sentaron al otro lado de la cama.

La tía les encontró a todos sonriendo.

Entrada ya la noche, mientras ella observaba de nuevo el parque desde la ventana alta de su habitación, vio dibujarse un corazón blanco en el cristal empañado de gris.


La esperanza había llegado.

Aquella noche, el padre llegó antes y besó a los hermanos dormidos, y ella no tuvo que quedarse en la puerta de la habitación de la abuela, con una mano en el marco y la otra sobre la falda

7 imaginan conmigo:

Carlota dijo...

Qué bien escribes! Me atrapó tu historia desde el principio, muy, muy bonita. Y sobre todo me alegra el final, de esperanza. :)Un abrazo, zanahoria.

alfonso dijo...

Es una historia hermosa, de esas que desprenden dulzura.
Que buena eres! Zanahoria.

Zanahoria dijo...

Que me vais a sacar los colores!!
Ya veis, lo que hace una tarde desocupada...
La verdad es que hacía muchísimo que no escribía, casi casi pensé que ya había perdido la ilusión... debe ser que tuve unos días raros, no sé... pero bueno, lo importante es que no la he perdido, sigue por ahí.
Gracias, un beso a los dos!!

Carlos dijo...

preciosa historia!!!!!!!

que tengas un buen año!!!

Kiri dijo...

Precioso tu relato. La esperanza nunca se va del todo y lo que es mejor, no se olvida jamás. Sólo que a veces...la aparcamos un ratito. Me alegro que la hayas recuperado ...ya sabes...cuando la pierdas no te preocupes...volverá.Un beso guapa.

Anónimo dijo...

Menos mal que a pesar de todo sigues escribiendo.......no dejes de hacerlo......tienes mucho duende.....
Un beso muy grande...
El ojáncano

Zanahoria dijo...

Carlos, igualmente. Un besazo y muchas gracias.

Kiri: creo que ya he conseguido desaparcarla... también en parte gracias a vosotros, que sois una pequeña ventanita de socorro. Así que un beso, y gracias.

Ojáncano: otra vez, muchas gracias, de verdad que me hace mucha ilusión que me digáis esas cosas. Y ahora que la inspiración ha vuelto, claro que no dejaré de escribir. Un beso.