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viernes, 15 de mayo de 2009

Felicidad truncada

Seguía repitiéndoselo una y otra vez. Que aquello no podía ser, que debía tratarse de una confusión. De un nefasto y maldito error, pero que sin duda todo se arreglaría. Algo había salido mal, de eso no cabía duda. Quizá hasta había sido por su culpa, ella no lo sabía, pero prefería pensar que nada había ocurrido, que había sido un paso en falso, que maldita la hora en la que puso el pie en aquel pinar.


El teléfono de Tobias comunicaba, no había forma humana de contactar con nadie, parecía que todos se habían evaporado como por arte de magia. Presionaba las teclas del Nokia con obseso nerviosismo, con los ojos surcados por venas de sueño y de dolor. Sudaba sin darse cuenta de que estaba empapando aquel camisón demasiado pequeño para ella, que le habían dado en la recepción del hotel. Tobias seguía sin dar señales de vida. Juró matarlo una y mil veces, le dejó mensajes en todos los idiomas que podía chapurrear y estrujó el móvil entre sus dedos, como pensando que aquel cacharro era el causante de todas sus desgracias.


Se echó en la cama, pero incluso la cama estaba húmeda de sudor caliente, compulsivo, helado de miedo. Cerró los ojos haciendo presión y se concentró en no pensar en nada, pero cuanto más lo intentaba, más recuerdos negros afloraban a su memoria. Trató de ahuyentarlos, pero los demonios volvían cada vez con fuerzas renovadas, echándole en cara todo de lo que se avergonzaba.


Rajó la almohada pensando en todo lo que había abandonado, desperdigó las plumas de rabia por toda la habitación mientras rememoraba todos aquellos besos en la estación, todas aquellas manos que decían adiós mientras ella trataba de demostrar que allí era la valiente, la decidida, la que traería risas y esperanza de nuevo. Gritó ahogándose entre los plumones, sintiendo que les había traicionado a todos y cada uno de ellos, que no habría risas, ni esperanza, ni besos.


Logró llegar al baño y se miró la cara enrojecida, dañada, cubierta de rasguños. Apenas recordaba más de lo que quería recordar, lo único que sabía era que después había despertado en su cama del hotel, casi desnuda y sin bragas, avergonzada, magullada, herida en lo más profundo. Ultrajada.


No sabía dónde había quedado la tierra prometida, el contrato de trabajo, su pasaporte que no aparecía, aquellas bragas negras con la flor rosa que su madre le había cosido para que le diera suerte y el lazo amarillo que su marido había besado y añadido a modo de broma. No sabía dónde habían dejado tirada su dignidad, quizá en algún lugar de un pinar oscuro y sediento, a más de 2000 km de la felicidad. En todo caso, no volvería.


Pero a pesar de todo, seguía repitiéndose una y otra vez que aquello era un error, que se resolvería todo dichosamente y pronto comenzaría a trabajar de camarera o recogiendo la fresa, que recordaría aquello como un capítulo oscuro de su vida y que después sería feliz con los suyos, que no habría más adioses en la estación y que sería capaz de mirarse sin ver aquellos fantasmas que sobrevolaban el cadáver de su inocencia.


Imagen: Yirko

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